Fernando Savater
En alguna parte dice Graham Greene
que “ser humano es también un deber”. Se refería probablemente a esos
atributos como la compasión por el prójimo, la solidaridad o la
benevolencia hacia los demás que suelen considerarse rasgos propios de
las personas muy humanas, es decir aquellas que han saboreado la leche
de la humana ternura, según la hermosa expresión shakespeariana. Es un
deber moral, entiende Greene, llegar a ser humano de tal modo. Y si es
un deber cabe inferir que no se trata de algo fatal o necesario (no
diríamos que morir es un “deber”, puesto que a todos irremediablemente
nos ocurre): habrá pues quien ni siquiera intente ser humano o quien lo
intente y no lo logre, junto a los que triunfen en ese noble empeño. Es
curioso este uso del adjetivo “humano”, que convierte en objetivo lo que
diríamos que es inevitable punto de partida. Nacemos humanos pero eso
no basta: tenemos también que llegar a serlo. ¡Y se da por supuesto que
podemos fracasar en el intento o rechazar la ocasión misma de
intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran poeta griego, recomendó
enigmaticamente: “Llega a ser el que eres".
Desde luego, en la cita de Graham Greene
y en el uso común valorativo de la palabra se emplea “humano” como una
especie de ideal y no sencillamente como la denominación específica de
una clase de mamíferos parientes de los gorilas y los chimpancés. Pero
hay una importante verdad antropológica insinuada en ese empleo de la
voz “humano”: los humanos nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo
hasta después. Aunque no concedamos a la noción
de “humano” ninguna especial relevancia moral, aunque aceptemos que
también la cruel lady Macbeth era humana -pese a serle extraña o
repugnante la leche de la humana amabilidad- y que son humanos y hasta
demasiado humanos los tiranos, los asesinos, los violadores brutales y
los torturadores de niños... sigue siendo cierto que la humanidad
plena no es simplemente algo biológico, una determinación genéticamente
programada como la que hace alcachofas a las alcachofas y pulpos a los
pulpos. Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente
son, lo que irremediablemente van a ser pase lo que pase, mientras que
de los humanos lo más que parece prudente decir es que nacemos para la humanidad. Nuestra humanidad
biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un segundo
nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la
relación con otros humanos se confirme definitivamente el primero. Hay
que nacer para humano, pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los
demás nos contagian su humanidad a propósito... y
con nuestra complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad
natural pero también deliberación artificial: llegar a ser humano del
todo -sea humano bueno o humano malo- es siempre un arte.
A este proceso peculiar los antropólogos to llaman neotenia.
Esta palabreja quiere indicar que los humanos nacemos aparentemente
demasiado pronto, sin cuajar del todo: somos como esos condumios
precocinados que para hacerse plenamente comestibles necesitan todavía
diez minutos en el microondas o un cuarto de hora al baño María tras
salir del paquete... Todos los nacimientos humanos son en cierto modo
prematuros: nacemos demasiado pequeños hasta para ser crías de mamífero
respetables. Comparemos un niño y un chimpancé recién nacidos. Al
principio, el contraste es evidente entre las incipientes habilidades
del monito y el completo desamparo del bebé. La cría de chimpancé pronto
es capaz de agarrarse al pelo de la madre para ser transportado de un
lado a otro, mientras que el retoño humano prefiere llorar o sonreir
para que le cojan en brazos: depende absolutamente de la atención que se
le preste. Según va creciendo, el pequeño antropoide multiplica rápidamente
su destreza y en comparación el niño resulta lentísimo en la superación
de su invalidez originaria. El mono está programado para arreglárselas
solito como buen mono cuanto antes -es decir, para hacerse pronto
adulto-, pero el bebé en cambio parece diseñado para mantenerse infantil
y minusválido el mayor tiempo posible: cuanto más tiempo dependa
vitalmente de su enlace orgánico con los otros, mejor. Incluso su propio
aspecto físico refuerza esta diferencia, al seguir lampiño y rosado
junto al monito cada vez más velludo: como, dice el título famoso del
libro de Desmond Morris, es un “mono desnudo”, es decir un mono
inmaduro, perpetuamente infantilizado, un antropoide impúber junto al
chimpancé que pronto diríase que necesita un buen afeitado...
Sin embargo, paulatina pero inexorablemente los recursos del niño
se multiplican en tanto que el mono empieza a repetirse. El chimpancé
hace pronto bien lo que tiene que hacer, pero no tarda demasiado en completar
su repertorio. Por supuesto, sigue esporádicamente aprendiendo algo
(sobre todo si está en cautividad y se lo enseña un humano) pero ya
proporciona pocas sorpresas, sobre todo al lado de la aparentemente
inacabable disposición para aprender todo tipo de mañas, desde las más
sencillas a las más sofisticadas, que desarrolla el niño mientras crece.
Sucede de vez en cuando que algún entusiasta se admira ante la
habilidad de un chimpancé y lo proclama “más inteligente que los
humanos”, olvidando desde luego que si un humano mostrase la misma
destreza pasaría inadvertido y si no mostrase destrezas mayores sería
tomado por imbécil irrecuperable. En una palabra, el chimpancé -como
otros mamíferos superiores- madura antes que el niño humano pero también
envejece mucho antes con la más irreversible de las ancianidades: no
ser ya capaz de aprender nada nuevo. En cambio, los individuos de
nuestra especie permanecen hasta el final de sus días inmaduros,
tanteantes y falibles pero siempre en cierto sentido juveniles,
es decir, abiertos a nuevos saberes. Al médico que le recomendaba
cuidarse si no quería morir joven, Robert Louis Stevenson le repuso:
¡Ay, doctor, todos los hombres mueren jovenes!. Es una profunda y
poética verdad.
Neotenia
significa pues “plasticidad o disponibilidad juvenil” (los pedagogos
hablan de educabilidad) pero también implica una trama de relaciones
necesarias con otros seres humanos. El niño pasa por dos gestaciones: la
primera en el útero materno según determinismos biológicos y la segunda
en la matriz social en que se cría, sometido a variadísimas
determinaciones simbólicas -el lenguaje la primera de todas- y a usos
rituales y técnicos propios de su cultura. La posibilidad de ser humano
sólo se realiza efectivamente por medio de los demás, de los semejantes,
es decir de aquellos a los que el niño hará enseguida todo lo posible
por parecerse. Esta disposición mimética, la voluntad de imitar a los
congéneres, también existe en los antropoides pero está multiplicada
enormemente en el mono humano: somos ante todo monos de imitación y es
por medio de la imitación por lo que llegamos a ser algo mas que monos.
Lo específico de la sociedad humana es que sus miembros no se convierten
en modelos para los más jóvenes de modo accidental, inadvertidamente,
sino de forma intencional y conspicua. Los jóvenes chimpancés se fijan
en lo que hacen sus mayores; los niños son obligados por los mayores a
fijarse en lo que hay que hacer. Los adultos humanos reclaman la
atención de sus crías y escenifican ante ellos las maneras de la humanidad,
para que las aprendan. De hecho, por medio de los estímulos de placer o
de dolor, prácticamente todo en la sociedad humana tiene una intención
decididamente pedagógica. La comunidad en la que
el niño nace implica que se verá obligado a aprender y también las
peculiaridades de ese aprendizaje. Hace casi ochenta años, en su
artfculo “The Superorganic” aparecido en American Anthropologist,
lo expuso Alfred L. Kroeber: “La distinción que cuenta entre el animal y
el hombre no es la que se da entre lo físico y lo mental, que no es más
que de grado relativo, sino la que hay entre lo orgánico y lo social...
Bach, nacido en el Congo en lugar de en Sajonia, no habría producido ni
el menor fragmento de una coral o una sonata, aunque podemos confiar en
que hubiera superado a sus compatriotas en alguna otra forma de
música”.
Hay otra diferencia importante entre
la imitación ocasional que practican los antropoides respecto a los
adultos de su grupo -por la que aprenden ciertas destrezas necesarias-y
la que podríamos llamar imitación forzosa a la que los retoños humanos
se ven socialmente compelidos. Estriba en algo decisivo que sólo se da
al parecer entre los humanos: la constatación de la ignorancia. Los
miembros de la sociedad humana no sólo saben lo que saben, sino que
también perciben y persiguen corregir la ignorancia de los que aún no
saben o de quienes creen saber erróneamente algo. Como señala Jerome
Bruner, un destacado psicólogo americano que ha prestado especial
interés al tema educativo, “la incapacidad de los primates no humanos
para adscribir ignorancia o falsas creencias a sus jóvenes puede
explicar su ausencia de esfuerzos pedagógicos, porque sólo cuando se
reconocen esos estados se intenta corregir la deficiencia por medio de
la demostración, la explicación o la discusión. Incluso los más
"culturizados" chimpancés muestran poco o nada de esta atribución que
conduce a la actividad educativa”. Y concluye: “Si no hay atribución de
ignorancia, tampoco habrá esfuerzo por enseñar”. Es decir que para
rentabilizar de modo pedagógicamente estimulante lo que uno sabe hay que
comprender también que otro no lo sabe... y que consideramos deseable
que lo sepa. La enseñanza voluntaria y decidida no se origina en la
constatación de conocimientos compartidos sino en la evidencia de que
hay semejantes que aún no los comparten.
Por medio de los procesos educativos el grupo social intenta remediar la ignorancia amnésica (Platón dixit)
con la que naturalmente todos venimos al mundo. Donde se da por
descontado que todo el mundo sabe, o que cada cual sabrá lo que le
conviene, o que da lo mismo saber que ignorar, no puede haber
educación... ni por tanto verdadera humanidad. Ser humano consiste en la
vocación de compartir lo que ya sabemos entre todos, enseñando a los
recién llegados al grupo cuando deben conocer para hacerse socialmente
válidos. Enseñar es siempre enseñar al que no sabe
y quien no indaga, constata y deplora la ignorancia ajena no puede ser
maestro, por mucho que sepa. Repito: tan crucial en la dialéctica del
aprendizaje es lo que saben los que enseñan como lo que aún no saben los
que deben aprender. Éste es un punto importante que debemos tener en
cuenta cuando mas adelante tratemos de los exámenes y de otras pruebas a
menudo plausiblemente denostadas que pretenden establecer el nivel de
conocimientos de los aprendices.
El proceso
educativo puede ser informal (a través de los padres o de cualquier
adulto dispuesto a dar lecciones) o formal, es decir efectuado por una
persona o grupo de personas socialmente designadas para ello. La primera
titulación requerida para poder enseñar, formal o informalmente y en
cualquier tipo de sociedad, es haber vivido: la veteranía siempre es un
grado. De aquí proviene sin duda la indudable presión evolutiva hacia la
supervivencia de ancianos en las sociedades humanas. Los grupos con
mayor índice de supervivencia siempre han debido ser los más capaces de
educar y preparar bien a sus miembros jóvenes: estos grupos han tenido
que contar con ancianos (¿treinta, cincuenta anos?) que conviviesen el
mayor tiempo posible con los niños, para ir enseñándoles. Y también la
selección evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se
daban mejores relaciones entre viejos y jóvenes, más afectuosas y
comunicativas. La supervivencia biológica del individuo justifica la
cohesión familiar pero probablemenie ha sido la necesidad de educar la
causante de lazos sociales que van más allá del núcleo procreador.
Creo
que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha
inventado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir
armónicamente maestros con discípulos durante el mayor tiempo posible,
lo que ha creado finalmente la sociedad humana y ha reforzado sus
vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar. Y es
importante subrayar por tanto que el amor posibilita y sin duda potencia
el aprendizaje pero no puede sustituirlo. También los animales quieren a
sus hijos, pero lo propio de la humanidad es la compleja combinación de
amor y pedagogía. Lo ha señalado bien John Passmore en su excelente Filosofía de la ensenanza:
“Que todos los seres humanos enseñan es, en muchos sentidos, su aspecto
más importante: el hecho en virtud del cual, y a diferencia de otros
miembros del reino animal, pueden transmitir las características
adquiridas. Si renunciaran a la enseñanza y se contentaran con el amor,
perderían su rasgo distintivo.”
De cuanto
venimos diciendo se deduce lo absurdo y hasta inhumano de los
recurrentes movimientos antieducativos que se han dado una y otra vez a
lo largo de la historia, en ciertas épocas en nombre de alguna
iluminación religiosa que prefiere la ingenuidad de la fe a los
artificios del saber y en la modemidad invocando la “espontaneidad” y
“creatividad” del niño frente a cualquier disciplina coercitiva.
Habremos de volver sobre ello pero adelantemos ahora algo. Si la cultura
puede definirse, al modo de Jean Rostand, como “lo que el hombre añade
al hombre”, la educación es el acuñamiento efectivo de lo humano allí
donde sólo existe como posibilidad. Antes de ser educado no hay en el
niño ninguna personalidad propia que la enseñanza avasalle sino sólo una
serie de disposiciones genéricas fruto del azar biológico: a través del
aprendizaje (no sólo sometiéndose a él sino, también rebelándose contra
él e innovando a partir de él) se fraguará su identidad personal
irrepetible. Por supuesto, se trata de una forma de condicionamiento
pero que no pone fin a cualquier prístina libertad originaria sino que
posibilita precisamente la eclosión eficaz de lo que humanamente
llamamos libertad. La peor de las educaciones potencia la humanidad del
sujeto con su condicionamiento, mientras que un ilusorio limbo silvestre
incondicionado no haría más que bloquearla indefinidamente. Según
señaló el psicoanalista y antropólogo Géza Roheim, “es una paradoja
intentar conocer la naturaleza humana no condicionada pues la esencia de
la naturaleza humana es estar condicionada”. De aquí la importancia de
reflexionar sobre el mejor modo de tal condicionamiento.
El
hombre llega a serlo a través del aprendizaje. Pero ese aprendizaje
humanizador tiene un rasgo distintivo que es lo que más cuenta de él. Si
el hombre fuese solamente un animal que aprende, podría bastarle
aprender de su propia experiencia y del trato con las cosas. Sería un
proceso muy largo que obligaría a cada ser humano a empezar
prácticamente desde cero, pero en todo caso no hay nada imposible en
ello. De hecho, buena parte de nuestros conocimientos más elementales
los adquirimos de esa forma, a base de frotarnos grata o dolorosamente
con las realidades del mundo que nos rodea. Pero si no tuviésemos otro
modo de aprendizaje, aunque quizá lográramos sobrevivir físicamente
todavía nos iba a faltar lo que de específicamente humanizador tiene el
proceso educativo. Porque lo propio del hombre no es tanto el mero
aprender como el aprender de otros hombres, ser enseñado por ellos.
Nuestro maestro no es el mundo, las cosas, los sucesos naturales, ni
siquiera ese conjunto de técnicas y rituales que llamamos “cultura” sino
la vinculación intersubjetiva con otras conciencias.
En
su choza de la playa, Tarzán quizá puede aprender a leer por sí solo y
ponerse al día en historia, geografía o matemáticas utilizando la
biblioteca de sus padres muertos, pero sigue sin haber recibido una
educación humana que no obtendrá hasta conocer mucho después a Jane, a
los watuzi y demás humanos que se le acercarán... a la Chita callando.
Este es un punto esencial, que a veces el entusiasmo por la cultura como
acumulacion de saberes (o por cada cultura como supuesta “identidad
colectiva”) tiende a pasar por alto. Algunos antropólogos perspicaces
han corregido este énfasis, como hace Michael Carrithers: “Sostengo que
los individuos interrelacionándose y el carácter interactivo de la vida
social son ligeramente mas importantes, más verdaderos, que esos objetos
que denominamos cultura. Segun la teoría cultural, las personas hacen
cosas en razón de su cultura; según la teoría de la sociabilidad, las
personas hacen cosas con, para y en relacion con los demás, utilizando
medios que podemos describir, si lo deseamos, como culturales.” El
destino, de cada humano no es la cultura, ni siquiera estrictamente la
sociedad en cuanto institución, sino sus semejantes.
Y precisamente la lección fundamental de la educación no puede venir
más que a corroborar este punto básico y debe partir de él para
transmitir los saberes humanamente relevantes.
Por
decirlo de una vez: el hecho de enseñar a nuestros semejantes y de
aprender de nuestros semejantes es más importante para el
establecimiento de nuestra humanidad que cualquiera de los conocimientos
concretos que así se perpetúan o transmiten. De las cosas podemos
aprender efectos o modos de funcionamiento, tal como el chimpancé
despierto -tras diversos tanteos- atina a empalmar dos cajas para
alcanzar el racimo de plátanos que pende del techo; pero del comercio
intersubjetivo con los semejantes aprendemos significados.
Y también todo el debate y la negociación interpersonal que establece
la vigencia siempre movediza de los significados. La vida humana
consiste en habitar un mundo en el que las cosas no sólo son lo que son
sino que también significan; pero lo más humano de todo es comprender
que, si bien lo que sea la realidad no depende de nosotros, lo que la
realidad significa sí resulta competencia, problema y en cierta medida
opción nuestra. Y por “significado” no hay que entender una cualidad
misteriosa de las cosas en sí mismas sino su forma mental que les damos
los humanos para relacionarnos unos con otros por medio de ellas.
Puede
aprenderse mucho sobre lo que nos rodea sin que nadie nos lo enseñe ni
directa ni indirectamente (adquirimos gran parte de nuestros
conocimientos más funcionales así), pero en cambio la llave para entrar
en el jardín simbólico de los significados siempre tenemos que pedírsela
a nuestros semejantes. De aquí el profundo error actual (bien comentado
por Jerome Bruner en la obra antes citada) de homologar la dialéctica
educativa con el sistema por el que se programa la información de los
ordenadores. No es lo mismo procesar infonnación que comprender significados.
Ni mucho menos es igual que participar en la transformación de los
significados o en la creación de otros nuevos. Y la objeción contra ese
símil cognitivo profundamente inaceptable va más allá de la distinción
típica entre “información” y “educación” que veremos en el capítulo
siguiente. Incluso para procesar información humanamente útil hace falta
previa y básicamente haber recibido entrenamiento en la comprensión de
significados. Porque el significado es lo que yo no puedo inventar,
adquirir ni sostener en aislamiento sino que depende de la mente de los
otros: es decir, de la capacidad de parlicipar en la mente de los otros
en que consiste mi propia existencia como ser mental. La verdadera
educación no sólo consiste en enseñar a pensar sino también en aprender a
pensar sobre lo que se piensa y este momento
reflexivo -el que con mayor nitidez marca nuestro salto evolutivo
respecto a otras especies- exige constatar nuestra pertenencia a una
comunidad de criaturas pensantes. Todo puede ser privado e inefable
-sensaciones, pulsiones, deseos...- menos aquello que nos hace
partícipes de un universo simbólico y a lo que llamamos “humanidad”.
En
sus lúcidas Reflexiones sobre la educación, Kant constata el hecho de
que la educación nos viene siempre de otros seres humanos (“hay que
hacer notar que el hombre sólo es educado por hombres y por hombres que a
su vez fueron educados") y señala las limitaciones que derivan de tal
magisterio: las carencias de los que instruyen reducen las posibilidades
de perfectibilidad por vía educativa de sus alumnos. “Si por una vez un
ser de naturaleza superior se encargase de nuestra educación -suspira
Kant- se vería por fin lo que se puede hacer del hombre”. Este desideratum kantiano me recuerda una inteligente novela de ciencia ficción de Arthur C. Clarke titulada El fin de la infancia:
una nave extraterrestre llega a nuestro planeta y desde su interior,
siempre oculto, un ser superior pacifica a nuestros turbulentos
congéneres y los instruye de mil modos. Al final, el benefactor
alienígena se revela al mundo, al que sobrecoge con su aspecto físico,
pues tiene cuernos, rabo y patas de macho cabrío: ¡si se hubiera
mostrado demasiado pronto, nadie habría prestado respetuosa atención a
sus enseñanzas ni hubiera sido posible convencer a los hombres de su
buena voluntad! En tales formas de pedagogía superior -sean diablos,
ángeles, marcianos o Dios mismo quienes compongan el equipo docente,
como parece anhelar Kant, al menos retóricamente-las ventajas no
compensarían los inconvenientes, porque se perdería siempre algo
esencial: el parentesco entre enseñantes y enseñados. La principal
asignatura que se enseñan los hombres unos a otros es en qué consiste
ser hombre, y esa materia, por muchas que sean sus restantes
deficiencias, la conocen mejor los humanos mismos que los seres
sobrenaturales o los habitantes hipotéticos de las estrellas. Cualquier
pedagogía que proviniese de una fuente distinta nos privaría de la
lección esencial, la de ver la vida y las cosas con ojos humanos.
Hasta tal punto es así que el primer objetivo de la educación consiste en hacernos conscientes de la realidad
de nuestros semejantes. Es decir: tenemos que aprender a leer sus
mentes, lo cual no equivale simplemente a la destreza estratégica de
prevenir sus reacciones y adelantarnos a ellas para condicionarlas en
nuestro beneficio, sino que implica ante todo atribuirles estados
mentales como los nuestros y de los que depende la propia calidad de los
nuestros. Lo cual implica considerarles sujetos y
no meros objetos; protagonistas de su vida y no meros comparsas vacíos
de la nuestra. El poeta Auden hizo notar que “la gente nos parece
`real´, es decir parte de nuestra vida, en la medida en que somos
conscientes de que nuestras respectivas voluntades se modifican entre
sí”. Ésta es la base del proceso de socialización (y también el
fundamento de cualquier ética sana), sin duda, pero primordialmente el
fundamento de la humanización efectiva de los humanos potenciales,
siempre que a la noción de “voluntad” manejada por Auden se le conceda
su debida dimensión de “participación en lo significativo”. La realidad
de nuestros semejantes implica que todos protagonizamos el mismo cuento:
ellos cuentan para nosotros, nos cuentan cosas y con su escucha hacen
significativo el cuento que nosotros también vamos contando... Nadie es
sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que siempre se es sujeto
entre sujetos: el sentido de la vida humana no es un monólogo sino que
proviene del intercambio de sentidos, de la polifonía coral. Antes que
nada, la educación es la revelación de los demas, de la condición humana
como un concierto de complicidades irremediables.
Quizá
mucho de lo que vengo diciendo en estas últimas páginas resulte para
algunos lectores demasiado abstracto, pero me parece cimiento
imprescindible sin el que sería imposibla exportar el resto de estas
reflexiones. Quisiera aquí iniciarse una elemental filosofía de la
educación y toda filosofía obliga a mirar las cosas desde arriba, para
que la ojeada abarque lo esencial desde el pasado hasta el presente y
quizá apunte auroras de futuro. Pido pues excusas, suplico la relectura
paciente y benevolence de los párrafos recién concluidos y sigo
adelante.